jueves, 25 de febrero de 2010


Sobre el Zen

Estamos acostumbrados, en la literatura religiosa. A cierta solemnidad de pronunciamiento. Dios es sublime; por consiguiente, las palabras que empleemos para hablar de Dios han de ser sublimes. En la práctica, no obstante, no es infrecuente que todo pronunciamiento sublime sea llevado hasta extremos rayanos en la estulticia. Por ejemplo, en la época de la tremenda escasez de patata que generó un gran hambre en Irlanda, hace un siglo, se compuso una oración especial para que fuese recitada en todas las iglesias de la comunión anglicana. El propósito de esta oración era suplicar a Dios Todopoderoso que pusiera fin a los estragos de la plaga que estaba destruyendo las cosechas de la patata en Irlanda. Pero ya de entrada la palabras "patata" supuso un considerable escollo. Obviamente, en opinión del estamento eclesiástico victoriano, era una palabra demasiado baja, común y proletaria para ser pronunciada en un lugar sagrado. La horrorosa vulgaridad de las patatas tenía que disimularse tras las decentes oscuridades de alguna perífrasis, y de este modo se rogó a Dios que hiciera algo acerca de una abstracción sonoramente llamada "el Tubérculo Suculento". Lo sublime había alzado el vuelo al empíreo de lo grotesco.





En similares circunstancias, es de suponer, un maestro del Zen también habría rehuido la palabra patata, no porque fuera demasiado baja, sino por resultar demasiado convencional y respetable. No habría optado por "Tubérculo Suculento", sino por el sencillo término "papa": ésa habría sido la alternativa idónea.

Sokei-an, el maestro del Zen que impartió sus enseñanzas en Nueva York desde 1928 hasta su muerte en 1945, se adaptó a las tradiciones literarias de su escuela. Cuando comenzó a publicar una revista de religión, la cabecera que escogió para ello fue Cat’s Yawn (El bostezo del gato). Este nombre estudiadamente absurdo y alejado de toda pompa es un recordatorio, para quien pueda estar interesado, de que las palabras son radicalmente distintas de las cosas que representan, de que el hambre sólo puede ser paliada por medio de auténticas patatas, y no por una formulación tan altiva como "Tubérculo Suculento"; de que la Mente, sea cual fuere el nombre que adoptemos para designarla, siempre es la que es, y no puede ser conocida salvo mediante una especie de acción directa, para la cual las palabras son mera preparación e incitación.

En sí mismo, el mundo es un continuum, pero cuando pensamos en el mundo por medio de las palabras, nos vemos obligados, por la naturaleza misma del léxico y de la sintaxis, a concebirlo como algo compuesto por elementos diferenciados y clases distintas. Cuando trabaja sobre los datos inmediatos de la realidad, nuestra conciencia fabrica y teje el universo en el que realmente vivimos. En las escrituras del Hinayana, el anhelo y la aversión son nombrados como factores que dan pie a la pluralización de la Mismidad, a la ilusión de discrecionalidad, de la egolatría y la autonomía del individuo. A estos vicios mundanos que distorsionan la voluntad, los filósofos del Mahayana añaden el vicio intelectual del pensamiento verbalizado. El universo que habitan los seres ordinarios, no regenerados, es algo si acaso hecho en casa, a medida, mero producto de nuestros deseos, de nuestro aborrecimiento y de nuestro lenguaje. Por medio de la ascesis el hombre puede aprender a ver el mundo no refractado en el anhelo y la aversión, sino tal cual en sí mismo. ("Dichosos los puros de corazón, porque ellos verán a Dios".) Por medio de la meditación, el hombre puede salvar el escollo del lenguaje, superarlo tan por completo que su conciencia individual, desverbalizada, se convierte una con la Conciencia unitaria de la Mismidad.

En la meditación acorde con los métodos Zen, la desverbalización de la conciencia se alcanza por medio de la curiosa artimaña del koan. El koan es una proposición o una interrogación paradójica e incluso carente de sentido, sobre la cual se concentra la mente hasta que, radicalmente frustrada por la imposibilidad de extraer algún sentido de un paralogismo semejante, accede de golpe a la súbita comprensión de que más allá del pensamiento verbalizado existe otra clase de conciencia de otra clase de realidad. Buen ejemplo de este método Zen lo proporciona Sokei-an en su breve ensayo Tathagata. "Un maestro del Zen, chino, había invitado a algunas personas a tomar té una noche de invierno en que hacía un frío helador...". Kaizenji dice a sus discípulos: "Existe una cosa que es negra como la laca. Soporta el peso del cielo y de la tierra. Siempre se presenta en actividad, pero nadie puede apresarla cuando está en actividad. Discípulos míos, os pregunto cómo se puede apresar."

Estaba apuntando a la naturaleza del Tata, metafóricamente, claro está, tal como los sacerdotes cristianos explican los atributos de Dios.

Los discípulos de Kaizenji no supieron cómo responderle. Por último, uno de ellos, llamado Tai Shuso, contestó así: "No conseguimos apresarla porque intentamos apresarla en movimiento".

Y así indicaba que, cuando hubo meditado en silencio, el Tathagata se le apareció en su interior.

Kaizenji dio por concluido el té antes de que hubiese comenzado en realidad. Estaba disgustado con la respuesta. "Si hubieras sido uno de los discípulos, ¿qué habrías contestado, con objeto de que el maestro no diese por concluido el té?"

Tengo la intuición de que la reunión podría haberse prolongado al menos por espacio de unos minutos si Tai Shuso hubiese contestado algo parecido a esto: "Si no puedo apresar el Tatha en actividad, obviamente debo dejar de ser, de manera que el Tatha pueda pueda apresar lo que queda de mí para fundirse con ello, no sólo en la inmovilidad y el silencio y la meditación (como sucede a los Arhats), sino también en la actividad (como sucede a los Bodhisattvas, para quienes Samsara y Nirvana son idénticos)". No son, claro está, más que palabras, si bien el estado que describen, o que más bien vagamente insinúan, si se llega a experimentar, constituye la iluminación. Y la meditación sobre la pregunta para la que lógicamente no hay respuesta, la que contiene el koan, puede llevar sin previo aviso a la mente más allá de las palabras, a la condición de inexistencia del yo, en la que Tatha, o Mismidad, se realiza en un acto de conocimiento unitivo.



El viento del espíritu sopla por donde se le antoja, y lo que acontece cuando la libre voluntad colabora con la gracia para alcanzar el conocimiento de la Mismidad no puede ser teóricamente conocido de antemano, no puede ser prejuzgado según los términos de ningún sistema teológico o filosófico, ni se puede esperar que se conforme con arreglo a ninguna fórmula verbal. En la literatura Zen, esta verdad se expresa mediante anécdotas calculadamente paradójicas acerca de personas iluminadas que hacen una hoguera con las escrituras y que llegan hasta el extremo de negar que las enseñanzas del Buda sean dignas del nombre de budismo, ya que el budismo es, por definición, lo que no se puede enseñar, la experiencia inmediata de la Mismidad. Una historia que ilustra otro de los peligros de la verbalización, como es su tendencia a forzar a la mente a transitar por los surcos de la costumbre, es el citado en Cat’s Yawn junto con el comentario de Sokei-an.

Un día, cuando los monjes estaban reunidos en la sala del Maestro, En Zenji hizo a Kaku esta pregunta: "Shaka y Miroko (es decir, Gautama Buda y Maitreya) son los esclavos de otro
. ¿Quién es ese otro?".

Kaku repuso: "Ko Sho san, Koku Ri shi". (Que significa "los terceros hijos de las familias Ko Y Sho, y los cuartos hijos de las familias Koku y Ri", evidentemente sinsentido con el que se da a entender que la capacidad de identificarse con la Mismidad existe en todo ser humano, y que Gautama y Maitreya son los que son en virtud de ser perfectamente "los esclavos" de esa Naturaleza Buda inmanente y trascendente.)

El maestro dio por buena la respuesta.

En esa época era Engo el principal de los monjes del templo. El Maestro le relató este incidente, y Engo dijo: "Muy bien, ¡muy bien! Pero tal vez aún no haya comprendido el fonde de la cuestión. No deberías haberle dado tu beneplácito. Examínale de nuevo, esta vez mediante una pregunta directa".

Cuando Kaku entró en la sala de En Zenji al día siguiente, Zenji le hizo la misma pregunta. Kaku contestó: "Ya di ayer la respuesta".

El Maestro dijo: "¿Cuál fue tu respuesta?".



"Ko Sho san, Koku Ri shi", dijo Kaku.

"¡No, no!", exclamó el Maestro.

"Ayer dijiste Sí, ¿Por qué hoy dices No?"

"Ayer era Sí, pero hoy es No, repuso el Maestro"

Al oír estas palabras, Kaku fue súbitamente iluminado.

La moraleja de la historia es que, en palabras de Sokei-an, "su respuesta había obedecido a un patrón, a un molde; estaba atrapado por su propio concepto". Y, al haber sido atrapado, ya no era libre para fundirse en uno con el viento de la Mismidad que fluye libremente. Toda fórmula verbal -incluida la fórmula que exprese correctamente los hechos- puede convertirse, para una mente que se la tome demasiado en serio y la idolatre como si fuese la realidad misma, simbolizada en las palabras, en un obstáculo que se interpone en la experiencia inmediata. Para un budista Zen, la idea de que el hombre pueda salvarse al dar su asentimiento a las propuestas contenidas en un credo sería el mayor desatino, el capricho más irrealista y más peligroso.

Poco menos fantástico y disparatado sería a sus ojos la idea de que los sentimientos elevados pueden conducir a la iluminación, de que las experiencias emocionales, por fuertes y vívidas que sean, son las mismas, o remotamente análogas, a la experiencia de la Mismidad. El Zen, dice Sokei-an, "es una religión de la tranquilidad. No es una religión que despierte emociones, que haga brotar las lágrimas o que nos conmueva a gritar en voz alta el nombre de Dios. Cuando el alma y la mente coinciden en una línea perpendicular, por así decirlo, en ese momento se produce la completa unidad del universo y el yo". Las emociones fuertes, por encumbradas que sean, tienden a enfatizar y a reforzar la fatal ilusión del ego, cuya trascendencia es por el contrario todo el objetivo y el único propósito de la religión. "El Buda nos enseñó que no hay ego ni en el hombre ni en el dharma. El término dharma en este caso denota la naturaleza y todas sus manifestaciones. No hay un ego en nada. Así, lo que se conoce como "los dos tipos de no-ego" hace referencia a que no hay ego en el hombre y no hay ego en las cosas". De la metafísica, Sokei-an pasa a la ética. "De acuerdo con esta fe en el no-ego", pregunta,
"¿cómo podemos actuar en la vida cotidiana? Éste es uno de los grandes interrogantes. La flor no tiene ego. En primavera florece y muere en otoño. Sopla el viento y aparecen las olas. El lecho del río cae bruscamente y se forma una cascada. Nosotros mismos hemos de sentir estas cosas en nuestro interior... Debemos darnos cuenta por propia experiencia de cómo funciona dentro de nosotros este no-ego. Funciona sin ningún impedimento, sin ninguna artificialidad".

Este no-ego de carácter cósmico es lo mismo que los chinos llaman Tao, o lo que los cristianos llaman el Espíritu que reside en el interior, con el cual hemos de colaborar, y mediante el cual debemos paso a paso dejarnos inspirar, mostrándonos dóciles a la Mismidad en un acto de inquebrantable abandono personal al Orden de las Cosas, a todo lo que acontece salvo al Pecado, que es simplemente la manifestación del ego y que, por tanto, ha de ser rechazado y denegado. El Tao, o no-ego, o la divina inmanencia se manifiesta a sí misma a todos los niveles, desde el material al espiritual. Privados de esa inteligencia fisiológica que rige las funciones vegetativas del cuerpo, a través de cuya intervención la conciencia se traduce en acto, y carentes de la ayuda de lo que podría denominarse gracia animal, no podríamos vivir de ninguna manera. Además, es simple cuestión de experiencia que cuanto más interfiera la conciencia superficial del ego con el funcionamiento de la gracia animal, más enfermos estaremos y peor realizaremos todos los actos que requieren un grado más elevado de coordinación psicofísica. Las emociones, en conexión con el anhelo y la aversión, trastocan el funcionamiento normal de los órganos y conducen, a la larga, a la enfermedad. Las emociones similares y la tensión que brota del deseo del éxito nos impide alcanzar el grado más alto de competencia no sólo en las actividades complejas, como la danza, la ejecución de una melodía musical, los juegos o cualquier otra clase de actividad para la que se requiera una destreza considerable, sino también en otras actividades psicofísicas naturales, como ver y oír. Empíricamente, se ha descubierto que el funcionamiento defectuoso de los órganos corporales se puede corregir, y que la competencia en los actos que requieren considerable destreza aumentan mediante la inhibición de la tensión y las emociones negativas. Si la mente consciente aprendiera a inhibir su propia actividad autocontemplativa, si pudiera ser persuadida para renunciar a su esfuerzo en pos del éxito, el no-ego cósmico, el Tao que es inmanente a todos nosotros, puede con toda confianza encargarse de realizar lo que es preciso realizar de modo rayano en la infalibilidad. En el plano de la política y la economía, las organizaciones más satisfactorias son aquellas que se han logrado mediante una "planificación para lo planificado". De forma análoga, en un plano psicofísico, la salud y el máximo de competencia se adquiere mediante el uso de la mente consciente para planificar la colaboración y su subordinación al Orden de las Cosas inmanente que se halla más allá del espectro de nuestra planificación personal, así como con aquellos funcionamientos en los que nuestro pequeño, ajetreado ego, sólo puede interferir.

La gracia animal precede a la conciencia de uno mismo, y es algo que el hombre comparte con el resto de los seres vivos. La gracia espiritual se halla más allá de la propia conciencia, y sólo los seres racionales son capaces de cooperar con ella. La conciencia propia es el medio indispensable para acceder a la iluminación; al mismo tiempo, es el mayor de los obstáculos que se interponen en el camino, no sólo de la gracia espiritual que genera la iluminación, sino también de la gracia animal, sin la cual nuestro cuerpo no podría funcionar con eficacia, ni tampoco retener la vida que le es dada. El Orden de las Cosas es tal que nadie consigue nada gratuitamente: todo progreso tiene un precio que es preciso pagar. Precisamente porque ha avanzado más allá del plano animal, hasta el punto en el que, por medio de la conciencia propia, puede alcanzar la iluminación, el hombre también es capaz, mediante esa misma conciencia de sí mismo, de acceder a la degeneración física y a la perdición espiritual.





Ser humano y Realidad

Para quienes viven dentro de sus límites, las luces de la ciudad son las únicas luminarias del cielo. Las farolas de las calles eclipsan a las estrellas, y el resplandor de los anuncios de whisky reduce incluso la luz de la luna, hasta que ésta tiene una irrelevancia casi invisible.

El fenómeno es meramente simbólico, una parábola de la acción. Física y mentalmente, el hombre es habitante, durante la mayor parte de su vida, de un universo puramente humano y, por así decir, hecho en casa, extraído por él mismo del inmenso cosmos no humano que lo rodea, y sin el cual ni él ni su mundo podrían existir. Dentro de esa catacumba privada construimos para nuestro uso propio un pequeño mundo, fabricado a partir de un extraño ensamblaje de materiales, de intereses e "ideales", de palabras y tecnologías, de anhelos y ensoñaciones, de artefactos e instituciones, dioses y demonios imaginarios. Aquí, entre las proyecciones ampliadas de nuestras propias personalidades, realizamos nuestros curiosos caprichos, perpetramos nuestros crímenes y nuestras locuras, pensamos los pensamientos y sentimos las emociones que nos parecen apropiadas a nuestro entorno artificial, y acariciamos las disparatadas ambiciones que por sí solas sólo tendrían sentido en un manicomio. Pero en todo momento, a pesar de los ruidos de la radio y de los tubos de neón, la noche y las estrellas siguen estando ahí, un poco más allá de la última parada de autobús, un poco por encima del dosel de humo iluminado. Es un hecho que a los habitantes de la catacumba humana les resulta extremadamente fácil de olvidar; ahora bien, tanto si lo olvidan como si lo recuerdan, es un hecho que siempre permanece. La noche y las estrellas están siempre ahí, el otro mundo, el mundo no humano, del cual la noche y las estrellas no son más que símbolos, persiste, y es el mundo real.

El hombre, el hombre orgulloso, investido de una breve autoridad...

Sumamente ignorante de lo que más garantizado tiene,

Su cristalina esencia, como un simio colérico

Hace trucos tan fantásticos ante las esferas del firmamento

que los ángeles tienen que llorar.





Esto escribió Shakespeare en la única de sus obras teatrales que revela una honda preocupación por las últimas y definitivas realidades espirituales. Esa "cristalina esencia" del hombre constituye la realidad que más garantizada tiene, la realidad que lo soporta y en virtud de la cual vive. Y esa esencia cristalina es del mismo tipo que la Clara Luz, que es la esencia del universo. Dentro de cada uno de nosotros, esta "chispa", esta "hondura del Alma no creada", este Atman en resumen, permanece impoluto e inmaculado, por fantásticos que sean los trucos que queramos realizar, tal y como, en el mundo exterior, la noche y las estrellas siguen siendo las que son, a pesar de todos los Broadways y los Piccadillies de este mundo, a pesar de los focos antiaéreos y las bombas incendiarias.

El gran mundo no humano, que existe simultáneamente dentro y fuera de nosotros, está gobernado por sus propias leyes divinas, leyes que somos muy libres de acatar o desobedecer. La obediencia conduce a la liberación; la desobediencia, a una esclavitud más profunda, en manos de la miseria y del mal, a una prolongación de nuestra existencia a imagen y semejanza de simios coléricos. La historia de los hombres es un recuento del conflicto que se da entre dos fuerzas: por una parte, la presunción estúpida y criminal de que el hombre ignora su esencia cristalina; por otra, el reconocimiento de que, a menos que viva de conformidad con la inmensidad del cosmos, él mismo es absolutamente malvado, y su mundo una pesadilla. En este interminable conflicto, unas veces es una parte la que se lleva la palma, otras es la contraria. En la actualidad, somos testigos de un provisional triunfo del lado específicamente humano de la naturaleza del hombre. Desde hace ya algún tiempo hemos escogido creer, y actuar sobre la creencia de que nuestro mundo privado de tubos de neón y bombas incendiarias es el único de los mundos reales, y de que la cristalina esencia de cada uno de nosotros no existía en realidad. Simios coléricos, nos hemos imaginado, debido a nuestra inteligencia simiesca, que éramos ángeles -que éramos, de hecho, más que ángeles, dioses, creadores, dueños de nuestro destino-.

No podemos ver la luna y las estrellas mientras prefiramos seguir bajo el aura de las farolas de las calles y de los anuncios de whisky.



Realidad trascendente.

Ningún fenómeno puede tener lugar si no existe una Realidad de fondo como referencia. La impermanencia de todos los objetos nos lleva a la conclusión de que ha de existir algo, de naturaleza permanente, tras las vicisitudes de la existencia superficial de las cosas.

La búsqueda de esa realidad trascendente, esencia de todas las cosas, es el principio que inspira la investigación científica, la especulación filosófica y, finalmente, la aventura espiritual.

En efecto, en el ascenso de la evolución, el hombre procede de la ciencia a la filosofía y de ésta a la espiritualidad. La primera fase es el estudio científico que considera, en primer lugar y sobre todas las demás características de su personalidad, las relaciones externas del hombre, estudiando las connotaciones físicas, químicas, biológicas, psicológicas, sociales, políticas y culturales como los fundamentos del progreso y de los logros humanos.

¿A dónde nos lleva este estudio? La física descubre que el Universo es una disposición material de sustancia inorgánica que se extiende a lo largo y ancho del espacio infinito, constituyendo la base de los elementos -tierra, agua, fuego y aire- y la sustancia de todo el sistema estelar, el sol, la luna, las estrellas, etc.

Newton sostiene que el espacio actúa como una especie de receptáculo para las substancias materiales, tales como el sol, los planetas, etcétera, y que existe una fuerza, llamada gravedad, que opera mutuamente entre estos objetos materiales y que los mantiene en sus posiciones y órbitas respectivas. Y no solamente esto, sino que hasta cierto punto, determina también su carácter y, tal vez, su constitución.

Los descubrimientos físicos posteriores a Newton muestran hechos que difieren y trascienden los conceptos de éste, estableciendo que el espacio no es un receptáculo que contiene cosas desconectadas de él, sino que puede considerarse como una especie de campo electromagnético infinito que penetra e impregna la estructura y función de todos los objetos materiales. Este descubrimiento lleva posteriormente a teorías más complejas como la mecánica cuántica, etc. Y, finalmente, a la teoría de la Relatividad, por la que llegamos a saber que no solamente las cosas están interconectadas entre sí en un campo electromagnético, sino que incluso el concepto de fuerza o energía es inadecuado para comprender la naturaleza real del universo, se nos dice que no existen cosas, sino únicamente procesos, que vivimos en un Universo fluido, en el que lo único constante es el flujo continuo del Espacio-Tiempo y en el que la Relatividad es la ley suprema.

El principio de la Relatividad reduce todo a una interdependencia de los patrones estructurales y de los acontecimientos en el Tiempo y en el Espacio, de tal forma que el Universo es más bien un todo vivo y orgánico, en el que la idea de casualidad, tal como era normalmente interpretada, no tiene lugar, ya que en una estructura orgánica las partes están tan relacionadas entre sí, en una afinidad orgánica interna, que cada parte es tanto una causa como un efecto, puesto que, en el conjunto, todo determina lo demás.

Aunque la ciencia, en sus observaciones físicas más avanzadas, ha llegado a establecer verdades incuestionables, como las que revela la teoría de la Relatividad, sin embargo no ha podido aún liberarse de la noción de que el Universo es físico, a pesar de que unos pocos genios en el pasado reciente hayan llegado, independientemente, a aceptar una Mente o Conciencia Universal, actuando como substrato u "Observador" de todos los fenómenos relativos.

Percibir, afirma el profesor Rodríguez Delgado, es deformar la realidad. Parece ser que es nuestra mente quien otorga formas y características a lo que no es más que un flujo de energías. De acuerdo con las últimas investigaciones bioeléctricas del funcionamiento del cerebro, los sentidos envían una información codificada en impulsos eléctricos a las neuronas, donde se forma un patrón preciso, que la mente interpreta en lo que creemos son las formas exteriores.

Durante mucho tiempo se ha considerado al Universo como algo objetivo, que puede percibirse o no, pero que tiene una existencia real e independiente. Ya hemos visto cómo esa noción es científicamente incorrecta, puesto que las cosas no existen como las vemos, sino que adquieren esas formas al ser percibidas.

Hasta aquí, la ciencia, con los hallazgos actuales, y la consiguiente revolución en el pensamiento occidental, parece acercarse a las antiguas afirmaciones de los Upanishads: "El mundo es Maya o ilusión. Nada existe con independencia de la mente".

Pero ¿qué o quién es esa Mente o preceptor? La ciencia será siempre incapaz de dar respuesta a esta pregunta, porque solamente puede investigar los objetos con cualidades y características. Su sistema de investigación no sirve cuando se trata de conocer al Conocedor. Los ojos no pueden verse a sí mismos. La respuesta, una vez más, hay que buscarla en los Upanishads, el legado milenario de aquellos sabios que llegaron intuitivamente a las conclusiones a las que ahora están llegando los científicos más avanzados y aún mucho más allá, hasta la esencia misma de la consciencia. Su contundente afirmación: "Sólo Brahman existe. La individualidad es otra noción ilusoria", puede parecer una afirmación absurda en nuestro estado actual de conocimiento, pero no lo es tanto si se atiende a su desarrollo filosófico.

La filosofía Vendata, elaborada a partir de las afirmaciones de los Upanishads, llega a la conclusión de que el Principio Creador no es diferente del Universo que crea, o, en otras palabras, que el Conocedor no es diferente de lo conocido, lo que no le impide aceptar plenamente el hecho de que la evolución de la vida se produjera a partir de materia inorgánica. Considera válida la Teoría de la Evolución de las formas y las especies, ya que es una visión correcta, en términos relativos, debido a la subjetividad de la mente, pero le otorga un propósito: la realización del Objetivo Supremo de la vida, la unidad en lo Absoluto.

Vemos, así, que hay dos realidades: una, la realidad absoluta, única, creadora. Otra, la realidad relativa, fluctuante, producto de la visión pequeña y subjetiva de la mente individual. La investigación científica solamente puede tener lugar en esta parcela de la realidad. Cuando llega a sus límites, ha de dar paso a la especulación filosófica que puede concebir mejor la naturaleza del Conocedor. Sin embargo, es, finalmente, la experiencia espiritual la que ha de llevar a la realidad Ultima, que ni la ciencia ni la filosofía podrán jamás alcanzar.

martes, 23 de febrero de 2010

Un cambio de pensamiento


La historia de la humanidad está jalonada de revoluciones, levantamientos y sublevaciones que pretendían dar un cambio positivo a la evolución de nuestra especie. A pesar de estos reajustes violentos, la marcha de la humanidad ha seguido una derrota inexorable que parece alejarnos de los ideales perseguidos.

En la antigüedad, unos imperios florecían mientras otros se extinguían. En nuestros días, el desarrollo espectacular de las comunicaciones ha servido para tender una maraña de intereses económicos, políticos y de todo tipo que convierten a los pueblos del planeta en una piña compacta, proyectada hacia un destino común.




Hay, en esta piña, seis mil millones de piñones revueltos caóticamente, sin orden ni concierto, sin coordinación en su esfuerzo, sin un objetivo común. ¿Hacia dónde nos dirigimos? ¿De qué naturaleza es la fuerza que nos impulsa?
La fuerza que ha movido siempre a la humanidad es el pensamiento. El hombre actúa de acuerdo con sus pensamientos. Quien piensa egoístamente, obra egoístamente. La ambición, la avaricia y el ansia de fama, poder y riquezas han empozoñado la mente humana y han canalizado los logros del hombre hacia objetivos materialistas, hurtándole su paz interna, su alegría y su salud. El lodo ha añadido peso a sus alas. Su vuelo es ahora fatigoso y rasante. Ha perdido altura, se ha desorientado y no encuentra el camino.

El hombre, ciego a otra realidad superior, ha dirigido sus esfuerzos hacia la satisfacción de deseos materiales que le permitieran disfrutar de los objetos groseros que componen el universo de los sentidos. Ahora comienza a comprender que ha perdido su tiempo y ha equivocado su camino. Pero no es la solución limitarse a cambiar las estructuras externas; es preciso cambiar la fuerza que ha dado lugar a esas estructuras. Hay que llevar a cabo una revolución del pensamiento. Somos seis mil millones de seres, seis mil millones de mentes, seis mil millones de fuerzas, de distintas intensidades y direcciones, que se oponen para dar una resultante: la dirección en que se mueve la humanidad.

Para cambiar el rumbo errante de nuestra civilización es preciso estimular pensamientos positivos que se fundan en nubes, masas, fuerzas, sobre las que no pueda prevalecer la negra amenaza del egoísmo y la negatividad.

Esta es la labor del hombre hoy, emitir pensamientos positivos y poderosos que se propaguen en la atmósfera psíquica y que despierten pensamientos similares en otros hombres de buena voluntad, cuyas mentes se hallen en sintonía de simpatía.

El pensamiento es la mayor fuerza del universo. El pensamiento crea y destruye las civilizaciones. A nuestra humanidad decadente no puede salvarle más que un cambio de pensamiento. La inercia del subconsciente colectivo puede modificarse y superarse mediante el esfuerzo consciente de los individuos.

Dejémonos de alardear de inteligencia. El hombre autosuficiente sólo esconde ignorancia. El intelectualismo y la erudición no son más que adornos, una especie de ballet mental, en el mejor de los casos, que no aporta ninguna solución práctica. Lo que nuestro mundo necesita son hombres y mujeres prácticos, mentes poderosas, pensamientos puros y positivos que den lugar a una nueva forma de vida, a una Nueva Civilización.
Las sectas


La humanidad siempre ha tenido un espíritu sectario y la historia no es más que el relato de las guerras entre sectas por alcanzar la hegemonía y el poder, e imponer su credo.

Por un reflejo defensivo ante el acoso a que les someten las sectas dominantes, los grupos minoritarios suelen radicalizarse y se caracterizan por un extremo fanatismo.




No faltan ejemplos en la Historia, aunque tal vez el más significativo sea el que tuvo lugar en el mundo judío, cuando surgió un líder carismático, Jesús, que arrastraba a las masas. Fue acusado de blasfemo por el judaísmo establecido y condenado a morir en la cruz. Sus seguidores fueron perseguidos y considerados como una secta demoníaca. La persecución les radicalizó hasta el extremo de morir martirizados con una sonrisa en los labios. Veinte siglos después, aún pueden apreciarse en la Iglesia católica algunos trazos de fanatismo y no pocos mecanismos represivos que recuerdan, como cicatrices, las heridas de tiempos más difíciles.

Estos algunos de los crímenes cometidos, a lo largo de la Historia, en la lucha por el poder entre sectas. Cruzadas, guerras santas, Inquisición, represión, dictado del terror, etc., son algunos nombres que pueden servir de recuerdo concluyente.

Los ataques que ahora dirige la sociedad cristiana a las sectas minoritarias pueden inscribirse dentro de la estrategia de esta ininterrumpida guerra de las sectas. No debieran olvidar los cristianos su pasado al juzgar a grupos que surgen hoy con una espiritualidad renovada, debido, como ellos antes, a la corrupción de los estamentos religiosos al uso.

Las sectas son grupos minoritarios de personas que han aceptado como absoluta una filosofía determinada y mantienen una actitud hostil y de enfrentamiento hacia otras corrientes de pensamiento. Son tanto más radicales cuanto mayor es el grado de fanatismo de sus miembros y casi todas se caracterizan por un desmesurado afán de proselitismo.

Aunque, a veces, es difícil establecer donde termina la secta y donde empieza la religión, podría decirse que la diferencia más sobresaliente entre ambas es de carácter cuantitativo. Cuando una secta consigue un número mayoritario de adeptos, se convierte en una religión.

Todas las grandes religiones fueron sectas en su día y, muchas, aun conservan vivo, en parte, aquel espíritu sectario de sus primeros tiempos, aunque, en la medida en que se han hecho fuertes y estables, han aumentado también su grado de tolerancia y disminuido su radicalismo.

La secta no se explica si no va unida a otros dos conceptos, el fanatismo y el proselitismo, de lo que es inseparable.

La mente humana no es un reducto inexpugnable sino que es perfectamente permeable a determinadas influencias. Si una mente es muy poderosa influye sobre otra y modifica su entorno. Si es débil se ve influida por éste.

Existe, pues, un tráfico de influencias psíquicas que puede alterar la ideología del individuo y modificar su estructura mental.

Una creencia es más o menos fuerte en relación a la intensidad de la fe que el individuo tiene en ella. En la mayoría de los seres humanos, el despertar de las facultades intelectuales va planteando interrogantes que minan de dudas sus convicciones anteriores. La energía psíquica que sirve de propulsión a todo pensamiento, se escapa, en este caso, por los agujeros de la duda y llega con escasa fuerza a otras mentes.

El caso del fanático, sin embargo, es distinto. Este aún no tiene despiertas sus facultades intelectuales y carece de todo discernimiento. Ha "aceptado" una verdad y, puesto que carece de dudas, la proyecta con toda su energía, causando una impresión considerable en otras mentes, particularmente en aquellas de características similares a la suya, que se limitan a aceptar la nueva "verdad" y se convierten prontamente en transmisores de ella.

Esta es la razón por la que el fanático resulta un proselitista eficaz, y esto explica también el rápido crecimiento de las sectas más dogmáticas y radicales.

Cualquier doctrina parece mayor verdad cuando está establecida y es mayoritariamente aceptada, pero no se olvide que todas las grandes religiones extendidas en occidente, fueron, en su día, grupúsculos marginados a quienes el tiempo, el pacto, y el proselitismo, entre otros factores, llevaron al lugar que hoy ocupan.

Hoy, como ayer, existen numerosas sectas porque existen numerosos individuos emocionales, ciegos a la razón, y dispuestos a transformar en realidades absolutas lo que no son más que deseos y esperanzas utópicos. Recuerden, aquí no encontraran una verdad absoluta, una verdad con mayúsculas, no se dejen engañar, busquen su verdad, no la de otros. Habrá de transcurrir mucho tiempo antes de que la humanidad evolucione como para elevarse sobre concepciones sectarias.

lunes, 22 de febrero de 2010

El sexto patriarca


En la compilación extremadamente valiosa que ha realizado Dwight Goddard bajo el título de A Buddhist Bible, se recoge un documento por el cual tengo un especial aprecio: es el "Sutra expuesto por el sexto patriarca". Esa amalgama del budismo Mahayama con el taoísmo, que los chinos llamaban Ch’an y los japoneses de un período posterior han llamado Zen, alcanza su primera formulación en esta relación de la vida de hui-neng y de sus enseñanzas. Y así como la mayor parte de los demás Sutras Mahayanas están escritas en un estilo filosófico bastante imponente, estos recuerdos y dichos del sexto patriarca hacen gala de una frescura y una vivacidad que los convierte en algo exquisito de paladear.




La primera "conversión" de hui-neng tuvo lugar cuando aún era joven. "Un día, mientras estaba vendiendo leña en el mercado, oí a un hombre leer un sutra. Tan pronto hube escuchado el texto del sutra, mi mente se tornó súbitamente iluminada." Tras viajar al monasterio de Tung.tsen, fue recibido por el quinto patriarca, el cual le preguntó "de dónde venía y qué esperaba obtener de él. Le contesté que era un hombre de a pie, de Sun-chow, y añadí que no pedía otra cosa que el Buda".

El muchacho fue enviado al granero del monasterio, donde pasó muchos meses trabajando en el descascarillado del arroz.

Un día, el patriarca reunió a todos sus monjes y, tras recordarles la inexistente utilidad de los méritos por comparación con la liberación, les dijo que se fuesen y que "buscasen la sabiduría trascendental que hay dentro de vuestra mente, y que le escribieran un poema sobre sus hallazgos". El que alcanzase una idea más clara de lo que pueda ser la Esencia-Mente, recibiría el título de sexto patriarca.

Shin-shau, el más erudito de los monjes, el hombre de quien todos esperaban que se convirtiese en sexto patriarca, fue el único en cumplir la orden del abad.

Nuestro cuerpo puede compararse al árbol de Bodhi,

Mientras nuestra mente es un brillante espejo.

Con esmero los limpiamos y los vigilamos hora tras hora,

Y no soportamos que se pose el polvo sobre ellos.

Esto escribió, pero el quinto patriarca le dijo que regresara a su celda y que lo intentara de nuevo. Dos días después, cuando Hui-neng oyó a alguien recitar este poema, supo al punto que su autor no había alcanzado la iluminación y dictó a otro monje que sabía escribir los siguientes versos:

De ninguna manera es Bodhi una especie de árbol,

Ni es la brillante reflexión de la mente cuestión de espejos;

Como la mente es el Vacío,


¿dónde iba a posarse el polvo?

Esa misma noche, el quinto patriarca convocó al joven en su celda y en secreto le invistió con la insignia.

No fue de extrañar que los otros monjes, compañeros de Hui-neng, se sintieran celosos, y tuvieron que pasar muchos años antes de que fuera reconocido por todos como el sexto patriarca. He aquí unas cuantas muestras de sus afirmaciones, tal como las recogieron sus discípulos.

Dado que el objetivo de vuestra llegada es el Drama, absteneos por favor de tener opiniones de ninguna clase, e intentad mantener la mente en un estado de perfecta pureza receptiva. Yo os enseñaré. Cuando hubieron hecho esto durante un tiempo muy considerable, dije: "En este momento en particular estáis pensando en algo que no es el bien ni es el mal, luego
¿cuál es vuestra auténtica naturaleza personal? . Tan pronto lo oyeron, recibieron la iluminación.

Las personas que viven bajo la ilusión esperan expiar sus pecados mediante la acumulación de los méritos. No comprenden que las felicidades que puedan conquistarse en el futuro nada tienen que ver con la expiación de los pecados. Si nos libramos del principio del pecado dentro de nuestra mente, entonces y sólo entonces será cuestión de verdadero arrepentimiento.

Las personas que viven bajo el engaño son tercas al sostener su propia manera de interpretar el samadhi, que definen como "sentarse en calma continuamente, sin dejar que ninguna idea se forme en la mente". Semejante interpretación nos clasificaría junto a los seres inanimados. No es el pensamiento lo que bloquea el Camino; es el apego a cualquier pensamiento u opinión en particular. Si liberamos nuestras mentes por una parte del apego, y por otro de la práctica de reprimir las ideas, el Camino estará despejado y abierto a nuestro paso. De otro modo estaremos esclavizados.

Ha sido tradición de nuestra escuela tomar por base la "no objetividad", por objeto la "ausencia de ideas" y el "desapego" por principio fundamental. La "no objetividad" implica no estar absorto en los objetos cuando estemos en contacto con los objetos. La "ausencia de idea" supone no dejarse llevar por ninguna idea que pueda surgir en el proceso durante el cual ejercitemos nuestras facultades mentales. El "desapego" significa no cultivar el anhelo ni la aversión en relación con ninguna cosa, palabra o idea en particular. El desapego es característico de la Esencia-Mente.

Allí donde interviene el pensamiento, dejad que muera el pasado. Si permitimos que nuestros pensamientos, pasados, presentes y futuros, se unan como eslabones en una cadena, nos ponemos a merced de la esclavitud.

Nuestra verdadera naturaleza es intrínsecamente pura, y si nos desprendemos del pensamiento discriminativo nada, salvo esta pureza intrínseca, nada permanecerá. No obstante, en nuestro sistema de Dhyana, o ejercicios espirituales, no abundamos en la pureza. Y es que si concentramos nuestra mente en la pureza, estaremos creando meramente otro obstáculo que se interpondrá en el camino de la plasmación de la Esencia-Mente, a saber, la engañosa imaginación de la pureza.

Dice el sutra: Nuestra Esencia de Mente es intrísecamente pura. Que cada uno la logre por sí mismo, pasando de una sensación momentánea a otra sensación similar.

La relación de los últimos días del patriarca es, por desgracia, demasiado larga para citarla por extenso. Más o menos un mes antes de su muerte, Hui-neng dio cuenta a sus discípulos de su inminente fallecimiento y les dio unas últimas palabras a modo de consejo, entre las cuales son notables las siguientes: "Os advierto muy en especial que no consintáis que los ejercicios para la concentración de la mente os lleven a caer en el quietismo, ni menos en cualquier clase de esfuerzo por mantener la mente en blanco". E insiste: "Haced cuanto os sea posible. Id allí a donde las circunstancias os lleven". Escuchemos este pasaje:

"Con los que sean simpáticos

podéis discutir acerca del budismo.

En lo que atañe a los que sostengan puntos de vista diferentes de los vuestros,

tratadles con cortesía e intentad hacerles felices.

No disputéis con ellos, pues las disputas son ajenas a nuestra escuela,

e incompatibles con su espíritu.

Llegar al fanatismo, discutir con los demás sin hacer caso de esta norma,

es someter la propia Esencia-Mente a la amargura de la existencia mundana."

En su último día de vida, el patriarca congregó a todos sus discípulos y les dijo que no debían llorar ni lamentarse de su muerte.

"El que lo haga no será discípulo mío. Lo que debéis hacer es conocer vuestra propia mente y plasmar vuestra propia naturaleza búdica, que ni descansa ni se mueve, que no deviene ni deja de ser, que ni viene ni va, que no afirma ni tampoco niega, que no persiste aquí ni tampoco parte hacia otro lugar. Si lleváis a cabo mis instrucciones después de mi muerte, mi fallecimiento no os importará lo más mínimo. Por otra parte, si vais en contra de mis enseñanzas, aun cuando fuese yo a quedarme más tiempo con vosotros, en modo alguno os beneficiaría."

Dicho esto, se sentó reverentemente hasta la tercera guardia de la noche, y dijo bruscamente: "Ahora me voy". Y en un instante murió. En ese instante, una peculiar fragancia invadió la estancia, y un arcoiris lunar pareció comunicar tierra y cielo; los árboles de la arboleda palidecieron, y las aves y los animales expresaron sus lamentos.
Tiempo y Espacio

El tiempo destruye todo cuanto crea, y el fin de toda secuencia temporal es, para la entidad implicada en ella, la muerte en una u otra forma. La muerte es enteramente trascendida sólo cuando es trascendido el tiempo; la inmortalidad está reservada a la conciencia que ha atravesado lo temporal y se halla en lo intemporal. Para todas las demás conciencias existe en el mejor de los casos una supervivencia o un renacer, y tanto la una como lo otro entrañan ulteriores secuencias temporales, así como la recurrencia periódica de otras muertes, otras disoluciones. En todas las filosofías y religiones tradicionales del mundo, el tiempo es considerado como el enemigo y el autor del engaño, como la prisión y la cámara de torturas. Sólo en calidad de instrumento, de medio para la consecución de un fin distinto, posee un valor positivo; no en vano proporciona el tiempo al alma encarnada las oportunidades para trascender el tiempo; cada instante de cada secuencia temporal es potencialmente la puerta a través de la cual podemos, si lo deseamos, pasar a la eternidad. Todos los bienes temporales son medios para la consecución de un fin situado más allá de sí mismos; no han de ser tratados como fines por derecho propio.




Los bienes materiales habrán de ser tenidos en gran estima por ser meramente soportes del cuerpo que, en nuestra actual existencia, es necesario para la consecución de la finalidad del hombre; ahora bien, su más alto y definitivo valor consiste en que son medios para alcanzar ese desprendimiento del propio yo que es condición previa a la consecución de lo eterno. Los bienes del intelecto son verdades, y éstas, en un último análisis, son valiosas en tanto en cuanto suprimen las ilusiones y los prejuicios que eclipsan a Dios. Los bienes estéticos son preciados por ser simbólicos y análogos del saber unitivo de la Realidad intemporal. Considerar cualquiera de estos bienes temporales como algo autosuficiente, como un fin en sí mismo, es incurrir en idolatría. Y la idolatría, que es fundamentalmente algo contrario a la realidad e inapropiado a la realidad misma del universo, da por resultado, en el mejor de los casos, la estulticia de quien la practica, en el peor de los supuestos puede desembocar en el desastre.

El movimiento en el tiempo es irreversible en una dirección. "Vivimos hacia delante", como decía Kierkegaard, "pero sólo entendemos las cosas hacia atrás". Por si fuera poco, el flujo de la duración es indefinido e inconcluso, un lapso perpetuo que no posee en sí mismo un patrón fijo al cual acomodarse, una posibilidad de equilibrio o de simetría. Así, los días alternan con las noches, las estaciones vuelven con regularidad, las plantas y los animales tienen sus propios ciclos vitales y son sucedidos por sus descendientes, iguales a ellos. Pero todos estos patrones, todas estas simetrías y recurrencias, son características no del tiempo como es en sí, sino del espacio y de la materia tal y como se relacionan con el tiempo en nuestra conciencia.

Los días y las noches y las estaciones existen porque ciertos cuerpos celestes se mueven de una forma determinada. Si a la tierra le llevara no un año, sino un siglo recorrer su órbita completa en torno al sol, nuestra percepción de la intrínseca carencia de forma que es propia del tiempo, de su irrevocable avance en un solo sentido hacia la muerte de todas las entidades en él implicadas, sería mucho más aguda de lo que es en realidad. La mayor parte de nosotros, en esas hipotéticas circunstancias, no llegaría a vivir para ver el ciclo de las cuatro estaciones, para vivir un año tan largo, y no tendría, por tanto, experiencia de esa recurrencia y esa renovación de las variaciones cósmicas sobre los temas conocidos que, con la actual configuración astronómica, disimulan la naturaleza esencial del tiempo al dotarlo, al menos en apariencia, de ciertas cualidades propias del espacio. Ahora bien, el espacio es un símbolo de la eternidad, ya que en el espacio existe la libertad, la reversibilidad del movimiento, y nada hay en la naturaleza del espacio, como sí la hay en la del tiempo, que condene a los que en él están implicados a la muerte inevitable, a la disolución.





Aún es más, cuando el espacio contiene los cuerpos materiales, la posibilidad del orden, el equilibrio, la simetría y un patrón determinado surgen de inmediato se trata de la posibilidad, dicho en una palabra, de esa Belleza que junto con la Bondad y la Verdad tiene lugar en la trinidad de la divinidad manifiesta. En este contexto hay que hacer mención de un asunto altamente significativo. En todas las artes cuya materia prima es de naturaleza estrictamente temporal, el objetivo primordial del artista estriba en espacializar el tiempo. El poeta, el dramaturgo, el novelista, el músico, toman un fragmento de un perpetuo perecer, en el cual estamos condenados a emprender nuestro viaje de sentido único hacia la muerte, e intentan dotarlo de algunas de las cualidades del espacio, es decir, la simetría, el equilibrio, el orden (las características generadoras de Belleza que son propias de un espacio que contiene cuerpos), junto con la multidimensionalidad y la calidad de permitir el movimiento en todas direcciones.

Esta espacialización del tiempo se logra en la poesía y en la música mediante el empleo de rimas y ritmos y cadencias recurrentes, mediante la constricción del material dentro de formas convencionales, como son las del soneto o la sonata, y mediante la imposición, sobre el fragmento elegido, de un comienzo, un medio y un final. Lo que de denomina construcción en el drama y en la narración está al servicio de ese mismo propósito espacializador. El objetivo en todos los casos consiste en dar forma a lo que esencialmente carece de ella, imponer orden y simetría sobre lo que es en realidad puro fluir indefinido hacia la muerte. El hecho de que todas las artes que se ocupan de las secuencias temporales hayan intentado siempre espacializar el tiempo indica muy a las claras la naturaleza de la reacción natural y espontánea del hombre frente al tiempo, y arroja luz sobre el significado del espacio en tanto símbolo de ese estado intemporal, hacia el cual, por medio de todos los impedimentos de la ignorancia, aspira consciente o inconscientemente el espíritu del hombre.

Ciertos filósofos occidentales de las últimas generaciones han realizado un intento consistente en dar una posición más crucial al tiempo, extrayéndolo del contexto que le habían asignado las religiones tradicionales y los sentimientos más comunes de la humanidad. De esta manera, bajo la influencia de las teorías evolutivas, el tiempo es considerado creador de los más elevados valores, de modo que hasta Dios mismo es emergente, producto del flujo unidireccional del perpetuo perecer, y no (como en las religiones tradicioneles) mero testigo intemporal del tiempo, que lo trasciende y que, debido a esa trascendencia, es capaz de ser inmanente al tiempo.

Estrechamente aliada a la teoría de la emergencia está la idea bergsoniana de que la "duración" es la realidad primaria y definitiva, y de que la "fuerza vital" tiene existencia única y exclusivamente dentro de ese flujo. En otro orden de ideas hay que contar con las filosofías de la Historia, hegelianas y marxistas, en las que la Historia se escribe siempre con mayúscula y se hipostasía como providencia temporal que trabaja a favor de la plasmación del reino del cielo en la tierra -reino del cielo en la tierra que, según Hegel, sería una versión glorificada del estado prusiano y que, según Marx, que no en vano fue desterrado por las autoridades de dicho estado, sería la dictadura del proletariado, "inevitable" en razón del proceso de la dialéctica y conducente en suma a una sociedad sin clases-. Estas visiones de la historia dan por sentado el hecho de que lo divino, la Historia, el proceso cósmico, el Geist o la entidad que utilice el tiempo para cumplir sus propósitos, llámese como se llame, se ocupa de la humanidad en masa, y no del hombre y de la mujer en tanto individuos; tampoco se ocupa de la humanidad en un momento determinado, sino de la humanidad en tanto sucesión constante de generaciones. Ahora bien, no parece haber absolutamente ninguna razón que nos lleve a suponer la existencia de un alma colectiva de las sucesivas generaciones, capaz de experimentar, comprender y obrar en consecuencia de los impulsos transmitidos por el Geist, la Historia, la fuerza vital y todo lo demás. Muy al contrario, todas las pruebas apuntan al hecho de que es el alma individual, encarnada en un momento concreto del tiempo, la que por sí sola puede establecer contacto con lo divino, por no mencionar al resto de las almas.

La creencia (que se basa en hechos obvios, evidentes por sí mismos) de que la Humanidad está representada en cualquier momento dado por las personas que componen la masa, y de que todos los valores de la Humanidad residen en esas personas, es tenida por algo absurdamente carente de profundidad por todos estos filósofos de la historia. Sin embargo, el árbol es conocido por sus frutos. Quienes creen en la primacía de las personas y quienes piensan que la Finalidad de todas las personas es trascender el tiempo y alcanzar aquello que es eterno e intemporal, son siempre, como es el caso de los hindúes, los budistas, los taoístas, los cristianos primitivos, abogados de la no violencia, la gentileza, la paz y la tolerancia. Quienes, al contrario, prefieren ser "profundos" a la manera de Hegel y Marx, quienes piensan que la Historia se ocupa de la Humanidad en la Masa y de la Humanidad en tanto sucesión de generaciones, y no del hombre y de la mujer de aquí y de ahora, son indiferentes a la vida humana y a los valores personales, adoran a los Molochs que denominan Estado y Sociedad y están confiadamente preparados para sacrificar a las sucesivas generaciones de personas reales, de carne y hueso, cada una con su propio rostro, en aras de la felicidad enteramente hipotética que, sobre ninguna base discernible, piensan que será el destino de la Humanidad en un futuro distante.


La política de aquellos que consideran la eternidad como realidad definitiva se concentra en el presente, en los modos y maneras de organizar el mundo presente de forma tal que imponga la mínima cantidad de obstáculos que sea posible en el camino de la liberación individual del yugo del tiempo y de la ignorancia; quienes, por el contrario, consideran el tiempo como la realidad definitiva, se preocupan sobre todo del futuro, y consideran el mundo presente y sus habitantes como mero desecho, como carne de cañón, esclavos potenciales a los que cabe explotar en cualquier momento, así como aterrorizar, liquidar o hacer volar en pedazos, con objeto de que esas personas que tal vez nunca lleguen a nacer, en un futuro del cual nada se puede saber con el más mínimo grado de certeza, puedan disponer de esa vida maravillosa que los revolucionarios de hoy en día, y los que hacen la guerra, piensan que les corresponde por la fuerza. Si la locura no rayase en la criminalidad, uno se sentiría tentado de echarse a reír.

domingo, 21 de febrero de 2010

Quinto paso: Sonría (si puede)

Últimamente se han llevado a cabo ciertas investigaciones interesantes sobre la sonrisa. Parece ser que cuando las personas sonríen (aunque digan que no quieren sonreír ni tengan motivos poderosos para hacerlo) se sienten más felices, y las regiones de su cerebro que están relacionadas con los sentimientos de felicidad se activan, según los instrumentos de medida de laboratorio. Yo albergo ciertas reservas sobre este tipo de cosas, pero me parece que algunas situaciones están pidiendo a gritos una sonrisa. Si usted siente Compasión, es probable que le apetezca sonreír, incluso aunque deba sonreír entre sus lágrimas. En esos momentos, procure no reprimir la sonrisa. Cuando estamos practicando la Compasión, y la estamos practicando con éxito, pero no tenemos sentimientos compasivos, a veces una sonrisa puede marcar la diferencia.

Usted no tiene por qué sonreír a nadie. Eso depende de usted. No fuerce la sonrisa. Dé la bienvenida a la sonrisa cuando llegue. Sonría interiormente al principio y vea si se le extiende hasta la cara. Tenga paciencia: puede tardar un momento. Si quiere levantar voluntariamente la comisura de la boca, sólo un poco, adelante; pero hágalo despacio y delicadamente. Por causas neurológicas complicadas que no voy a explicar aquí, a la mayoría de las personas les resulta más eficaz levantar sólo la comisura izquierda de la boca: la comisura derecha la seguirá involuntariamente, produciendo una sonrisa completa. Para mí, una sonrisa compasiva es como el sello de correos de una carta de amor.